La linealidad del tiempo de una película puede no ser siempre recta. Al igual que los pensamientos, que saltan de un lado a otro sin sentido aparente.
Sírveme una cerveza fria en la barra de un bar y cántame una canción al oído. Verás a qué me refiero.
Que mientras pienso en cervezas y escarabajos peloteros, puedo mirar la televisión y cantar una canción, sin hacer mucho caso a ninguna de estas cosas, porque mi mente, realmente, está en otro lugar. En mi mano izquierda, probablemente. Mientras, con la derecha sujeto un cigarro que fumo sin ganas. De esas cosas que haces por acto reflejo, como respirar, como escuchar sonidos de un altavoz en una cuesta y transportarte a un cuarto sin ventanas, del que sólo alcanzas a escuchar los coches pasando velozmente. Como cuando estás en un cruce la primera vez que conduces en solitario y no sabes hacia donde dirigirte, con la música a todo volumen y cantando como si la vida se te fuera en ello. Como cuando paseas por una ciudad que no conoces, y te transportan a una época pasada. No es tu época, pero no te importaría haberla vivido. Rodeada de gente que sonríe, que lleva sombreros puntiagudos, que sólo tienen dos dedos en cada pie, que hace balcones por los que sólo pueden salir tus dedos y que desayunan magdalenas rellenas de chocolate.
Es mágico saltar de una época a otra, o de un pensamiento a otro, así como saltar de un concierto en Cuba a una comida en Mexico, en la que todos acabamos llorando y medio locos.
Y mientras sigo pensando en una cosa y la otra, planeo nuevos viajes que me lleven a lugares insólitos. Pero siempre en buena compañía.
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